Nadie
duda sobre los poderosos efectos iniciales que tuvo la conformación del segundo
bloque económico del mundo para las economías europeas. La integración generó
fuertes mecanismos para la expansión de la actividad y el crédito, tanto para
los gobiernos como para los privados y justamente esto último parece estar
sellando su suerte. El descenso en los tipos de interés debió haber sido
utilizado para acelerar las reformas estructurales, para incrementar la solvencia,
para reformar el sistema bancario, para achicar el riesgo sistémico y para
conformar una zona en la cual sus miembros se parezcan. Lo acontecido refuta lo
anterior. Grecia, por tomar un ejemplo aunque no es el único caso, se incorpora
a la Unión durante el 81 y a la Eurozona en el 2001. Durante 1990 el déficit ya
conformaba 14.5% del PBI y la deuda pública alcanzaba el 73% del producto. El
ingreso a la zona mejoró los estándares sociales y de bienestar poblacional
pero en forma paralela motorizó el gasto y el endeudamiento irresponsable,
tanto público como privado. La deuda pública durante el 95 alcanzó el 110% del
PBI y 10 años después el 135%. Con el advenimiento de la crisis internacional
que impacta en la Eurozona a partir del 2007 los indicadores fueron empeorando,
el déficit se instaló en los dos dígitos largos como porcentaje del producto y
la deuda superó el 160% del PBI.
Dinero fresco,
refinanciaciones, quita homérica y en algún caso por triplicado, encuentros y
desencuentros, palabras que se van devaluando día tras día, leña para la caldera de los mercados y grandes
interrogantes futuros. Nada parece suficientemente para despejar las dudas.
¿Qué es lo que realmente ocurre? El problema no es solamente financiero, es de
funcionamiento de la zona. El modelo se agotó y no puede dar más respuestas en
estas condiciones a las diferentes dificultades que se presentan.
Acalorados debates
académicos y políticos sobre la eventual solución, rememorando viejas
contiendas entre clásicos y keynesianos, pero ni unos ni otros dan en el clavo. Las
respuestas parecen obsoletas. La heterodoxia auspicia un
gasto mayor como solución al problema. Es decir, generar más insolvencia sobre
la insolvencia, sencillamente no parece coherente. Tampoco parece auspicioso ahorcar
más al ahorcado, pidiéndole más y más ajuste como señala la ortodoxia. Se sabe
que generará más recesión. El corset monetario no colabora. Si bien la productividad en distintos estados
de EE.UU. es diferente, existe un gobierno central y Banco Central que bien o
mal toman decisiones. De hecho la asistencia a varios estados, como
consecuencia de la crisis inmobiliaria, ha sido más abundante que muchos
rescates europeos. En Europa la encerrona es evidente. También resulta bastante
claro que a Europa se le están acabando las balas y el tiempo. Hace ya bastante
que las opciones eran dos y no más:
a) Salidas parciales de la Unión con el
eventual riesgo de una desintegración;
b) Una Unión fiscal entre los miembros fuerte, duradera; y vemos.
Ninguna
de las dos constituía una salida fácil ni segura, pero lo peor sigue siendo no
avanzar decididamente en ninguna dirección. La salud económica por definición,
está caracterizada por un bajo nivel de endeudamiento y su mejor
direccionamiento es hacia la Inversión, no al consumo. Como solucionar los
problemas fiscales en los actuales niveles es bastante complejo, tal vez se
pueda empezar por buscar alguna manera de prevenirlos. Una conducta fiscal
ordenada a lo largo del tiempo puede contribuir a tal efecto. Esta es una
oportunidad, entonces, para rediseñar un sistema que tenga en cuenta todo lo
anterior, bien auditado, trasparente y que limite excesos. ¿Tendrá la Eurozona
ese sistema de ahora en adelante?